Albarracín, el culmen de un viejo sueño

Diario de Yucatán – México / Juan Francisco Peón Ancona

Albarracín, el culmen de un viejo sueño

Viajando por España

Albarracín, a unos 35 kilómetros al poniente de Teruel, es una pequeña pero impresionante ciudad en la agreste serranía del mismo nombre. Está edificada en las alturas de una enorme peña rojiza, al pie de la cual se detiene el autobús que allí nos deja. Es cuando hay que escoger la mejor vía para acceder a la cúspide: en dilatada y penosa rampa de acentuada inclinación, o por interminable escalinata que parece llegar al cielo.

Allá arriba, en laberínticos altibajos y recovecos se extienden las sinuosas y accidentadas callejuelas del lugar, talladas en la roca viva. Plazas y plazuelas con imponentes iglesias medievales y renacentistas alternan con arcaicas casas colgantes en lo alto del imponente farallón rocoso, que sirven de mirador al agreste paisaje del cerrado valle que se divisa al fondo del precipicio, por el que corre con ímpetu de torrente el río Guadalaviar, atravesando hileras de añosos árboles, en medio de feraz, aunque áspera campiña.

Albarracín, bastión medioeval, conserva íntegras buena parte de sus murallas, cuyos torreones coronan, de trecho en trecho, sus más altas cúspides roqueras.

Torres, campanarios y tejados de la urbe suelen dar alojamiento a típicos nidos de cigüeñas con sus crías. Atractivo especial de Albarracín es su exquisita gastronomía, rica en especies de monte, como ciervo, jabalí, perdiz y codorniz, así como jugosas truchas de sus riachuelos y cascadas que bajan de la montaña.

Las extremas características geográficas antes citadas convirtieron a Albarracín en una ciudad aislada, inaccesible e inexpugnable, a través de siglos, sin que ejército alguno lograra arrebatársela a sus dueños y señores feudales de cada época, en especial aquellos reyezuelos del período sarraceno que, posesionados de ella, se declararon independientes de los reinos moros de Córdoba y Granada, y reinaron en la apartada ciudad sin rendirle cuentas a nadie. El más legendario de dichos califas fue Ban Hudheil Ben Razín (año 988 de nuestra era), quien, según la leyenda, dio su nombre a Albarracín. Luego, en 1165, al pasar a poder cristiano, sucedió lo mismo con su nuevo dueño Pedro Ruiz de Azagra, señor de Albarracín, quien se declaró independiente de los Reyes de Aragón y de Castilla, hasta el año 1300 en que la rebelde población fue incorporada a la corona española.

Cerca de Albarracín se extienden los Montes Universales, importante cadena orográfica de la región, en uno de cuyos parajes peñascosos —Vega del Tajo—, brota el chorrito que poco después se convierte en el caudaloso río español que, tras atravesar las provincias de Cuenca, Guadalajara, Madrid, Toledo y Cáceres, ingresa en Portugal y llega hasta su capital Lisboa, donde desemboca en el Atlántico. Una impresionante estatua de hierro que representa al “Padre Tajo” se levanta junto al nacimiento del río.

El viaje a Teruel y Albarracín, motivado por libros de Blasco Ibáñez leídos en la adolescencia, ha constituido la feliz realización de un viejo sueño. Al mismo tiempo ha sido una de las más hermosas e interesantes excursiones emprendidas en la variada geografía de la Madre Patria.— Mérida, Yucatán.

Publicado en 2006
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